Quienes le conocen -y sobre todo le han leído- saben que de Antonio Colinas no cabe esperar en principio vuelcos repentinos en su modo de hacer. Los silencios de fuego tal vez no sea sino la culminación de un meditado y firme proceso hacia la paulatina depuración de la lengua, elaborada desde estructuras poéticas cada vez más sutiles, simples, armónicas. Pero es también algo más que una simple evolución : hay, en cierto modo, un cambio de actitud. El poeta, sin abandonar la íntima experiencia del quehacer poético, desciende al ágora y, desde ella, alza su voz herida por lo que en ella detecta : un mundo cultural adocenado, trivializado hasta límites insoportables. Y, desde ella, clama por alcanzar una posible armonía del ser humano con su entorno cultural, con la naturaleza y consigo mismo. Podría tal vez decirse que es la expresión poética de lo que, a modo de meditaciones aforísticas, plasmó en Tratado de armonía (Marginales 113).
Las tres hojas del tríptico que articula Los silencios de fuego entablan entre sí una relación dialéctica. Si «Homenajes y presencias» recoge reflexiones, casi siempre escépticas, sobre el triste deterioro de la cultura occidental y «Entre el bosque y el mar», las que le inspira la experiencia de la naturaleza, único mundo que escapa a la voluntad de barbarie que impone la civilización, «Tierra adentro» se propone como un indicio de esperanza en la capacidad del hombre para rescatar de sus propias silenciosas cenizas el rescoldo del que podrá extraer la armónica luz de una posible síntesis ideal.