Si el lector se preguntara sin inhibiciones si en alguna ocasión sintió, por ejemplo, el oculto deseo de liquidar a toda su familia con matarratas, de simular ante posibles «inquisidores» una incurable catalepsia, de querer ser otro a toda costa, o de prendarse de una niña con visos de hada olorosa ; si recordara sin trabas cuándo y cómo fumó su primer cigarro, asistió a una sesión de magia, descubrió que la niña no era un ángel sino el signo de algo profundamente perturbador, se emborrachó, visitó los primeros burdeles —que finalmente tanto se parecen al mundo exterior, «normal»— y buscó bondad y consuelo allí donde menos podía encontrarlos, entonces el lector comprenderá la verdadera naturaleza de este sinuoso recorrido iniciático de Cocuyo —niño precoz, cabezón, perverso y fisgón— y será Cocuyo en toda su exuberante vitalidad, a veces grotesca y risible, otras casi demoníaca, otras pícara y tierna, otras simplemente miserable.