Antonin Artaud escribió los últimos textos de este libro —ya legendario— en 1944, el plena guerra mundial, «deportado en Francia», como él mismo se describe, y, para más señas, en el manicomio de Rodez, adonde, tras cuatro años en otro psquiátrico, fue trasladado en 1943 y donde permaneció hasta 1946. En cuadernitos de escolar y entre aterradoras «curas», de electrochoques, escribe compulsivamente. «A fuerza de ser yo es como supero la muerte», confiesa en una carta. En 1945, Henry Parisot publica por primera vez en forma de libro Los tarahumara en la colección «L´âge d´or», que él dirige en Éditions Fontaine.
Cuando Artaud sale de Rodez, no tarda en recaer en su adicción al opio. Tras una corta desintoxicación, en febrero de 1948, entre dolores y dosis infernales de cloral, escribe el último texto sobre los tarahumara : «Tutuguri, el rito del sol negro», con el que a su muerte, un mes después, a los cincuenta y dos años, deja concluido este libro, prácticamente el mismo que Jean Paulhan vuelve a publicar en Éditions Gallimard en 1971. A partir de esta edición, Carlos Barral realiza en España la suya, en 1972, cuya historia inquisitorial, al ser procesados autor (¡ !) y editor por blasfemias e insultos a la religión, aparece relatada en el prólogo.
EN 1984 se publica en Francia, siempre en Gallimard, el tomo IX de las Obras completas de Antonin Artaud, dedicado precisamente a Los tarahumara y a las ya célebres Cartas de Rodez. En Tusquets Editores retomamos la traducción de Carlos Manzano, publicada por Barral y la completamos con los documentos que aportó aquella última y definitiva edición francesa.
Desde que Artaud emprendiera su azaroso viaje a México en 1936 hasta que la obra viera la luz en forma de libro, transcurrieron doce años. Pero no es de extrañar que Artaud, precisamente en el periodo de su encierro en el manicomio de Rodez, recobrara interés por las experiencias de religiones, magias y rituales, vividas años antes entre los tarahumara. En las zonas fronterizas con la locura, procuraba penosamente recomponer mediante la escritura los fragmentos de su identidad, por lo que explorar esos lugares donde lo oculto y lo invisible, lo religioso y lo místico dan sentido a esa necesidad imperiosa de reconocerse en las palabras le obligaba a someterse a la autodisciplina de todo acto iniciático. De ahí las inagotables y renovadas sugerencias de estas páginas extrañas.