Todavía encerrado en las superviviencias de la época feudal, heredero de estructuras aparentemente inmóviles, el siglo XVIII se despega poco a poco del orden antiguo y se abre a un mundo ampliado, tanto por el pensamiento crítico y el progreso científico como por la expansión mercantil y una economía fuerte y renovada. Europa entra por entonces en la modernidad con ritmos desiguales. Grandes inercias persisten en lo social, y más aún en el interior de las mentalidades, pero la sociedad se mueve en su nivel más profundo, los marcos jurídicos se quiebran, las tinieblas retroceden: un orden nuevo nace.